A diario alimentamos algo que negamos hacer, pero es tan normal que no nos asusta. Nos asusta es llamarlo por el nombre, verlo, entenderlo y aceptarlo. Es el miedo y veo tanto cómo nos paraliza, nos impide avanzar, crecer, expandirnos, que me niego a no hablarlo.
Gracias a mis múltiples tropiezos, pero también a mis múltiples reconstrucciones, he adquirido la certeza de que puedo sobreponerme a lo que sea. Es decir, que sin las tan temidas caídas, yo no sabría hoy de lo que soy capaz. Eso me ha facilitado probarme, retarme, ver cómo reacciono a cada escenario fallido o infortunado, sea en relaciones, contextos familiares, laborales, de la vida en general y creo que es gracias a cada uno de esos momentos de crisis que he podido vencer varios miedos. Después de cada uno, he enfrentado un miedo temido del pasado que ahora ya se transitó y se comprobó que sigo de pie y en realidad, mucho más de pie.
Nos cerramos constantemente a oportunidades de todo tipo; laborales, con personas, proyectos, por el miedo a qué iremos a encontrar, la incertidumbre nos vence. Preferimos lo conocido, incluso preferimos sufrir dentro de lo que conocemos, que intentar posibilidades que nos expandan, porque significan riesgo. El problema es que ese riesgo en realidad rara vez es tan alto como lo imaginamos, y así se van oportunidades que podrían habernos retado y expandirnos como nunca lo imaginamos. ¿Por qué? porque ¿qué tal si sale mal? ¿Qué tal si “me equivoco”?. El miedo a encontrarnos con desenlaces fatídicos es tan alto que no intentamos, no exploramos, y así, no perdemos una oportunidad, sino muchas. Incluso es tanto el bucle y tan natural, que ese miedo lo trasladamos a las demás áreas de nuestra vida sin darnos cuenta. Empieza a ser normal elegir no visitar nuevos lugares, conocer personas, hacer actividades, a no decir lo que en realidad pensamos, a no ser lo que en realidad somos, empezar siendo nuevos en el gimnasio o algún deporte, porque como somos principiantes, qué miedo a equivocarnos, y luego, al juicio de los demás, qué miedo a que los demás me vean equivocarme, o a que me vean aprendiendo. Aquí escrito, suena absurdo, pero elegimos esas opciones todo el tiempo.
Empezamos a asociar la incomodidad de lo no conocido con amenaza, y ahí es donde se detiene todo tipo de expansión. Lo paradójico es que luego nos hacemos las preguntas, de por qué no estamos donde queremos o no tenemos lo que queremos.
La incomodidad hay que aprender a clasificarla para que no nos juegue en contra. La que te quita energía, la que te está diciendo en dónde no debes estar ni con quién estar, porque te drena, te lastima, te bajonea, esa tienes que escucharla. Pero la incomodidad que se genera ante lo nuevo, y que incluso se conecta con una esperanza, ilusión, disfrute, esa es la incomodidad que podés aprender a manejarla como si fuera un deporte de alto rendimiento. Solo que no es físico, es mental.
Lo retador al inicio es que tenemos que derribar la creencia en la cual cuando nos enfrentamos a algo desconocido, nos va a doler, porque así empezamos a cubrirnos con un escudo imaginario, a encerrarnos en nuestra propia burbuja. Es justo ahí donde sirve parar y observar ese miedo, analizar la situación y examinar si realmente ese desenlace fatal que nos estamos imaginando amerita quedarnos en las zonas donde nada crece, nada se aprende, nada se conoce, nada se vive, nada se disfruta.
Después de que compruebes que ese riesgo en realidad no es tan alto como parecía, observa el miedo que sientes de frente, ponle forma, tamaño, color, si quieres nombre, y quédate mirándolo fijamente, siente cómo se empieza a hacer cada vez más pequeño al tiempo que te vuelves más grande, mientras sigues observándolo con firmeza, entendiéndolo, casi que teniéndole compasión, de forma que al final lo veas diminuto, ridículo, absurdo, porque estás decidiendo verlo y poco a poco dejas de tenerle miedo al miedo, te enfrentas a él, dile: “así que ahí estás”, sácalo de la penumbra, exhíbelo. A medida que lo reconoces, va perdiendo poder y fuerza y en determinado momento, se esfuma. Para poder ganar la guerra, tienes que conocer a tu enemigo y verlo de frente es indispensable.
También es clave no juzgarnos. No va a funcionar si seguimos arrastrando las ideas sin fundamento en las cuales creemos que quien se equivoca, está mal, que tiene sentido burlarnos de los tropiezos, que básicamente debíamos nacer aprendidos. En realidad, quien se tropieza está un poco más cerca del siguiente escalón, porque aprendió por cuál camino puede funcionar mejor. Quien cree que no se puede equivocar, no intentará, no explorará, y de esa manera, el crecimiento no llegará.
¿Te equivocaste? ¿algo dolió? ¿qué crees que es lo que te da el combustible para enfrentar nuevos retos constantemente sino es la fuerza de quien ha superado una y otra vez cada obstáculo? ¿la comodidad? nada grande nace de ahí.
Creo que uno puede decidir si cada dolor, herida o sufrimiento la convierte en el ataúd de los sueños y aspiraciones o si los transforma en un brillante recordatorio de que siempre tendrás las herramientas para sortear cada reto. Y en esencia, es entender que tras cada caída, error, o tropiezo, podemos extraer de él la sabiduría sin la cual no sabríamos subir al siguiente nivel.

Deja un comentario